domingo, 14 de noviembre de 2010

El Precio de una Mirada

El Precio de una Mirada

Ella roba mi atención del ejemplar de Benedetti que sostengo en las manos. Pese a la incomodidad del bus, al ruido exagerado del motor, los pitos del exterior, las voces de los demás pasajeros, pese a todo, mi atención había estado sobre el libro. “Tengo la convicción de que no existes/y sin embargo te oigo cada noche”. No puedo precisar si ya iba en el autobús o subió luego que yo lo hiciera. Nos vemos rápidamente, como lo hacen los desconocidos cuyas miradas tropiezan por error, de forma veloz y esquiva. Mis ojos sostienen su figura unos momentos más: El cabello negro, suelto, cayendo a un lado de sus hombros, nariz prominente y labios al color natural, unos senos gallardos, lívidos que saltan como frutos prohibidos entre el escote de su blusa. Intento regresar a mi lectura, pero la pasajera llena mi cabeza con imágenes que mi deseo preña con violencia, “Te invento a veces con mi vanidad/o mi desolación o mi modorra”, pero Mario no es capaz de arrancarme de ella. A lo mejor el estrés de viajar de nuevo en autobús mezcla nervios y sensaciones en extraño cóctel, yo preocupado por la delincuencia, por llegar a casa antes que la noche caiga, de seguro mi mente crea una distracción, una coartada para aplacar mi intranquilidad. Ella vuelve a mirarme, el semáforo esta en rojo, intento esbozar una sonrisa, pero no me atrevo. El motorista acelera antes que el verde llegue, hay que sujetarse para evitar un golpe o una caída, pese a que vamos sentados. El pasillo del autobús nos divide aunque nuestros asientos están alineados, basta un movimiento a la izquierda de mi cabeza, y ahí está ella. Estoy moviendo mis ojos para encontrar los de ella, pero parece absorta contemplando el paisaje del exterior. Al fin, nos miramos otra vez, ella sonríe (¿o es mi vanidad o mi deseo que inventan la sonrisa?) y yo respondo. Lo seguimos haciendo, a veces sin risas y sólo con miradas cómplices de esta correspondencia de afectos desconocidos. Trato de regresar a mi libro, “del infinito mar viene tu asombro/lo escucho como un salmo y pese a todo”, pero mi mente está deslizando mis manos por aquella cabellera negra, apartándola de los hombros que luego quedarán desnudos, mis labios están recorriendo los de ella con vehemencia, con una aproximación leve como si tuviésemos miedo de quemarnos al contacto. Intento reprimir esos delirios, de nuevo la miro pero ella está perdida hurgando en su bolso. Pero mis labios continúan su camino, mi lengua transita entre el túnel de sus senos, los llena de humedad. Estoy avergonzado, y sin embargo pienso: sólo una palabra puede hacer diferencia, un saludo, algo, algo para entablar una conversación, una excusa para sentarme a su lado. Nada puede asegurar que mis delirios sean correspondidos en la realidad por ella, nada asegura que una chispa nos incite a una conversación que nos deje en la intimidad de una cama. A lo mejor, cuando mi carro salga del taller, y si logro al menos cultivar una ligera amistad, quizás tenga oportunidad de conversar con más intimidad de lo que aquí permite el entorno. Ella vuelve su mirada a mí con una sonrisa. La correspondo y junto a mi erección (que disimulo con el libro) cabalga un escalofrío por mi espalda. Un tropel de pensamientos desbarata mi poesía, incluso invento excusas que podría darle a mí esposa en caso “algo” pueda suceder; cualquier cosa que pueda cubrir mis encuentros con mi futura amante. A lo mejor se me cumple el cliché de las cualidades que las amantes tienen en detrimento de las esposas, que son más comprensivas, complacientes y todo eso. Un pasajero sube y con disimulo lo observo, aunque tal esfuerzo puede resultar vano, pues los delincuentes aparentan ser personas comunes para evitar sospechas. Falta una parada más y me bajo, ella es cómplice con miradas y sonrisas veloces. Y yo sigo haciéndola mía en los pensamientos. En un desliz de realidad, me pongo a pensar: quien quite y no resulte como mi mente lo ha urdido, al cabo termino con mi bella pasajera lleno de problemas y tribulaciones, un embarazo no deseado, mi matrimonio tirado a la basura (o el de ella si está casada), y yo al final acabo solo y sin nada, como el perro de las dos tortas. Unas cuadras más y tengo que bajarme (por fortuna la erección ya despareció) y todo terminará. No es como las comedias románticas, yo me bajo y lo más probable es que jamás la vea otra vez. Antes intento terminar a Benedetti “tan convencido estoy de que no existes/que te aguardo en mi sueño para luego”, ahora la pasajera quedará guardada en mi mente, reservada para las noches de fiebre, y pienso que quizás las miradas y las sonrisas no fueron más que una invención de mis nervios. Me pongo en pie dirigiéndome con precaución a la salida, esperando que el autobús detenga la marcha, miro tras de mi… y aquí está ella, lista para bajarse en la misma parada, un chispazo de esperanza me quema las sienes, pienso en las posibilidades, calculo excusas y ardides, ella mira distraída hacia la ventana, el autobús se detiene y le cedo espacio para que baje primero y en segundos ambos estamos sobre la acera. Cruzamos la calle y partimos en direcciones opuestas no sin antes mirarnos de nuevo, otra vez cómplices de una vida ficticia, creados y destruidos en un trayecto, acabados por lo verosímil de una posible aventura que ambos presupuestamos con la inocencia de un sueño… pero es un precio muy alto y sólo podemos pagar una mirada de despedida. Mi mente regresa a mi cotidiano infierno o a mi cotidiano cielo (ella regresará a los suyos), mi esposa, los gastos, el carro que está en el taller. Alzo la mirada al autobús que se aleja, pienso evitarlo en el futuro para no caer preso de sus vapores que impelen el sueño del deseo. Miro hacia atrás mientras camino, la pasajera ya no está y lo mejor que tengo para sellar mi travesía del autobús, es de la forma como había iniciado, con Benedetti: “tan convencido estoy de que no existes/que te aguardo en mi sueño para luego”.

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